Por fortuna, estamos ‘ad portas’ del cambio de guardia político requerido para justipreciar el verdadero aporte de la aspersión aérea de glifosato.

El glifosato fue descubierto por el químico suizo, Henri Martin, en 1950. A mediados de los años 70, Monsanto desarrolló la vocación rural y la acción sistémica del glifosato como herbicida de amplio espectro, que ingresa a la planta a través de las hojas y se disuelve rápidamente en el suelo sin afectación ambiental.

El glifosato es usado para el control de malezas, cuya eficacia y bajo costo lo convierten en el herbicida más empleado en 130 países en 100 cultivos diferentes. La primera autorización otorgada al glifosato para uso agrícola en Colombia se remonta al año 1972.

Desde entonces, el glifosato se asperja como madurante en los cultivos de caña de azúcar y como plaguicida matamalezas en las siembras de café, arroz, plátano, maíz, palma de aceite, algodón, papa, frutales y verduras.

Además de las aplicaciones rurales, el glifosato se ha utilizado en la erradicación de cultivos ilícitos, cuya aspersión aérea se mantuvo vigente entre los años 1978 y 2015. A raíz de las negociaciones de paz en La Habana y las exigencias de las Farc para que la erradicación de “cultivos de uso ilícito” fuera exclusivamente manual, el Ministerio de Salud inició una cruzada contra la aspersión área de coca con glifosato, supuestamente fundamentada en la evaluación de la Agencia Internacional de Investigación de Cáncer (Iarc), de marzo de 2015, según la cual el glifosato era “probablemente carcinogénico para humanos”. Semanas después, esta aseveración desencadenó la errónea suspensión de la aspersión aérea de glifosato en las operaciones nacionales de erradicación de cultivos ilícitos por el Consejo Nacional de Estupefacientes y la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales.

Para legitimar el abandono de la aspersión aérea de coca, el Ministerio de Salud le ocultó al país que la Iarc clasificó el glifosato en el mismo nivel de riesgo cancerígeno del grupo 2 A, que comprende las bebidas muy calientes, el consumo de carnes rojas, la refinación de petróleo, las peluquerías, las barberías y los asaderos. De haberlo reconocido públicamente, el Ejecutivo hubiera tenido que interrumpir –también de forma irracional– estas actividades económicas.

El Ministerio de Salud igualmente optó por desconocer que la Iarc hizo uso selectivo y no científico de datos que ponen en duda la evaluación realizada, cuyos resultados fueron oficialmente rechazados por las agencias regulatorias de Estados Unidos, Canadá, Unión Europea y Alemania, que a la postre concluyeron que “el glifosato no era un carcinógeno humano probable”. Asimismo, el Ministerio omitió, exprofeso, los resultados científicos de la revisión de la evaluación de la Iarc en la Reunión Conjunta FAO/OMS sobre Residuos de Plaguicidas de mayo del 2016, según los cuales “es improbable que (el glifosato) entrañe el riesgo de producir cáncer en el ser humano por la exposición a través de la alimentación”.

Por fortuna, estamos ad portas del cambio de guardia político requerido para justipreciar el verdadero aporte de la aspersión aérea de glifosato en la lucha contra el narcotráfico.