Se lanza ‘Huellas en la Academia’, el tributo al columnista de EL TIEMPO en los últimos 70 años.

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya
18 de mayo 2018 , 08:39 p.m.

A primera vista parece un típico bogotano, más bien santafereño, chapado a la antigua. Pero, no. Es de Bucaramanga, campesino –lo confiesa, si bien con orgullo de propietario–, y al abordar el tema no duda en remontarse a su infancia, a los lejanos años veinte del siglo pasado, cuando el setenta por ciento de nuestra población vivía en el área rural.

“Es que allí había más comodidades que en la ciudad”, explica. Y habla a continuación de esa finca familiar, cerca de la bella capital santandereana (entonces una aldea apacible), donde permaneció hasta cuando inició estudios primarios.
Y aunque entró a la escuela –aclara–, pasaba mucho tiempo en el campo, acostumbrado ya a la molienda nocturna, a sus ruidos de caña.

No obstante, el paso de los días lo lanzó a Bucaramanga. El destino era ineludible: su familia, de las más tradicionales en la región, le impuso las normas. Desde los balcones de la casa del general Aníbal Valderrama observaba las concurridas procesiones de Semana Santa.

Y en su propia casa, a los diez años, tuvo el primer contacto con el poder público: Eduardo Santos, o sea, a comienzos de la República Liberal que vino tras la prolongada hegemonía conservadora, se hospedó en ella como gobernador, cargo que ocuparía por solo cuarenta días, mientras se superaba una grave emergencia política.

Nada extraño, por cierto. Su padre era dirigente liberal; la elección del presidente Enrique Olaya Herrera fue vivida –a muy temprana edad– “visceralmente”, y aquella experiencia familiar con Santos fue clave para el posterior apoyo santandereano a su candidatura presidencial, de la que saldría triunfante varios años después.

El histórico Colegio Mayor del Rosario, en Bogotá, lo esperaba.

Del Rosario a la universidad

Llegó en los comienzos de su adolescencia, a los trece años. Traía la fiebre de la literatura, debido con seguridad a una sensibilidad formada en el campo, pero el rector del Rosario, monseñor José Vicente Castro Silva, lo recibió con un cordial regaño al verlo leer Crimen y castigo de Dostoievski. En cambio, como premio de consolación, le regaló unos poemas de Bécquer, puerta de entrada a los clásicos españoles que tanto lo conmovieron, al igual que Balzac, Shakespeare, Wilde…

Escribía versos, que llegaron a ser aplaudidos por Juan Lozano; leía latín “de corrido” –“En los recreos, a Cicerón”–, y en general obtuvo una auténtica formación humanista, de la que hoy se enorgullece.

Quizá esa formación, esos valores intelectuales, ese gusto por la política y su cercanía al Estado, lo llevaron a estudiar Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional, de la que luego sería profesor de política fiscal con énfasis en historia.

Fue un buen estudiante. Y allí nació su afición por la economía, tanto que, a medida que avanzaba en la carrera, tenía cada vez mayor interés por ella, en la que recibió hasta un curso del ministro de Hacienda de la época, Carlos Lleras Restrepo, su posterior director de tesis.

Precisamente Lleras lo vinculó a la burocracia. Como contador privado de estadística, en 1942, cuando en realidad era su asistente inmediato. Y se ganó el puesto, además. Todo por un examen que el futuro presidente le haría, y, al descubrir su vasto conocimiento teórico, nulo en la práctica, le dio la oportunidad en el alto gobierno.

A los 22 años ya era abogado, con énfasis en formación económica, y devengaba de las arcas oficiales, con las que estaría bastante familiarizado a lo largo de su vida, incluso como ministro de Hacienda en dos ocasiones.

Fue ministro de Lleras Restrepo y de López Michelsen lo fue 9 o 10 meses. Le entregó el cargo a Alfonso Palacio Rudas, quien “no cambió nada” de su política económica.

En el cuarto poder

Volvió a su tierra natal. Se fue como secretario de Hacienda del gobernador Alejandro Galvis, a quien reemplazó varias veces. En alguna de ellas le tocó nada menos que el fallido golpe de Estado al presidente Alfonso López Pumarejo, cuando la guarnición militar de Santander se alzó también contra el gobierno.

El viejo López le ofreció, acaso como contraprestación a su lealtad incondicional, la principal secretaría de la embajada de Colombia en el Vaticano.

Aceptó. Regresó a Bogotá, preparaba maletas, hubo el relevo presidencial con Alberto Lleras por la renuncia del titular…, pero nació su primer hijo, hecho que lo obligó a suspender el viaje, tanto como un mensaje de Carlos Arango Vélez, leído por el propio Lleras Camargo para ofrecerle la secretaría privada de la Presidencia, en reemplazo de Indalecio Liévano Aguirre.

Poco después sucedió, sin embargo, lo que ningún liberal esperaba: la derrota de su partido en manos del jefe conservador Mariano Ospina Pérez. Y, aunque Lleras le había prometido puesto en el exterior, prefirió quedarse, por razones obvias.

Y empezó a entrar, con pie derecho, en el periodismo. Primero, como fundador, con su anterior jefe, de la revista Semana, donde asumió la gerencia, y años más tarde, en el 1948 del Bogotazo, como subdirector de EL TIEMPO, periódico lanzado de lleno a la oposición.

Fue Eduardo Santos, propietario de EL TIEMPO, quien lo vinculó allí (recuérdese: el ilustre huésped de su casa en Bucaramanga).

“Necesito alguien que sepa decirle no al gobierno”, le dijo. Y en pocos meses estaba como subdirector y gerente, ocupando la dirección en calidad de encargado, cuando se ausentaba el titular, don Roberto García Peña.

Como tal, le tocó el cierre e incendio del periódico, la liquidación de personal en el gobierno de Rojas, sobrevivir sin un aviso oficial durante quince años y soportar, fuera del riesgo de ser cada día el último de edición, el hostigamiento personal, propio del sectarismo de la época.Una época de la que más recuerda su profunda amistad con el ex presidente Santos, quien lo nombró, hasta su muerte, apoderado general de todos sus bienes.

Ministro en apuros

Cuando Lleras Restrepo, en pleno Frente Nacional y para suceder a Guillermo León Valencia, fue elegido presidente de la República, no dudó en llamarlo al Ministerio de Hacienda. Y él tampoco dudó en acoger el llamado: “No perdamos tiempo –le respondió–. Yo también he pensado lo mismo”.

Lo que no pensó, no obstante su versación en temas económicos, es que la situación fuera tan crítica: sin reservas internacionales o, aún peor, con reservas negativas; cuantiosas deudas en el exterior, del Banco de la República y la Federación de Cafeteros, y, en general, unas condiciones difíciles “que impedían prácticamente moverse”.

Para colmo de males, el precio externo del café se fue a pique, el Fondo Monetario Internacional cerró el crédito a Colombia, y todos a una, con el gobierno americano a la cabeza, se oponían a la alternativa que empezó a abrirse paso entre nosotros: el control de cambios, no la devaluación exigida.

Dentro del gobierno nacional había criterios encontrados. Pero Lleras, tras escuchar ambas partes, apoyó a Espinosa Valderrama, para fortuna de su mandato y del país: hubo repatriación de capitales, suficientes para elevar las reservas y reanudar los pagos suspendidos durante seis meses.

Participó, pues, de la elaboración y promulgación del decreto 444, piedra angular del manejo cambiario (hasta la libertad de mercado en los últimos años), si bien fue crítico recio de la devaluación gota a gota que originó porque su automatismo –explica con tono profesoral– contribuyó a la llamada inflación inercial.

Fue artífice, además, de una reforma tributaria, donde nacieron la retención en la fuente y los anticipos, “clave del equilibrio de las finanzas públicas, sujetas a un manejo muy riguroso”.

A ese manejo atribuye el éxito que no teme en proclamar con base en resultados que el exministro José Antonio Ocampo reconoce en uno de sus libros al hablar del mayor dinamismo económico de nuestra historia. En efecto, el crecimiento del país fue de 6,5 por ciento, cerrando el cuatrienio en un elevado siete por ciento que hoy es casi imposible.

Todo –sostiene– por el presupuesto equilibrado a nivel nacional y del Fondo del Café, adecuada orientación del crédito, control de intereses con persecución a la usura y alta inversión pública (especialmente en educación y obras de infraestructura), entre otras políticas que las autoridades de turno deberían tener en cuenta.

La segunda oportunidad

Mientras fue ministro de Lleras en todo su período, de Alfonso López Michelsen lo fue apenas durante nueve o diez meses para suceder a Rodrigo Botero y entregarle al ‘Cofrade’, Alfonso Palacio Rudas, quien –afirma– “no cambió nada” de su política económica.

Ni siquiera lo que se debía cambiar –agrega–, como descongelar los arrendamientos y desmontar el encaje marginal que se había establecido, entre otros mecanismos, para frenar el desbordamiento monetario causado por la bonanza y el uso o abuso de la ventanilla siniestra del Banco de la República, por donde entraban dólares a granel.

Se esterilizaron 380 millones de dólares, se cerró la ventanilla, de nuevo hubo control de intereses y también repitió la exitosa experiencia de fomentar las exportaciones, con tan buenos resultados que en julio de 1977 no se registró aumento en el costo de vida.

Hubo, entonces, apretón monetario pero con crecimiento económico por el fomento al aparato productivo y, en particular, a las exportaciones, sin olvidar la reducción de precios.

Luego vendría, en 1970, la publicación de su columna ‘Espuma de los acontecimientos’ en EL TIEMPO, con tanta acogida que hasta obtuvo un programa de opinión en televisión, transmitido durante casi un lustro.

Fue embajador en España, en el mandato de Julio César Turbay Ayala, luego de fracasar en la campaña reeleccionista de Lleras Restrepo; escribió un programa liberal, por altísimo honor de Alberto Lleras, y sigue dedicado por entero al análisis de la economía y la política, en su residencia del norte de Bogotá.

“Abdón es Abdón”, definitivamente.

JORGE EMILIO SIERRA MONTOYA
ESPECIAL PARA EL TIEMPO