Todo parece indicar que se avecina un tsunami arancelario, el tercero de la presente administración y el quinto de los últimos 10 años.
Cada vez que toma posesión oficial del cargo un ministro –o ministra– en la cartera de Comercio e Industria, los mandos medios aferrados a sus puestos, algunos desde su creación en el 2002, proponen una insólita apertura comercial disfrazada de revolcón arancelario estructural, que pone en jaque al sector productivo y a los TLC negociados en la pasada década.
A finales del 2010 y comienzos del 2011, el Gobierno propuso rebajar los aranceles, reducir la dispersión arancelaria y simplificar la administración aduanera, a fin de acelerar el crecimiento económico, generar más empleo y reducir la pobreza. No obstante estos loables objetivos que nadie osaría controvertir, la reforma arancelaria realmente ansiaba aumentar las importaciones y alentar la devaluación del peso, vía un incremento sustancial de la demanda de dólares.
El resultado final de la rebaja de aranceles es irrefutable; además de sepultar ingresos fiscales por un billón de pesos anuales, la reforma arancelaria contribuyó de manera decisiva al incremento del 60 por ciento de las importaciones en los últimos cuatro años, las cuales pasaron de 38 mil millones de dólares en el 2010 a 61 mil millones de dólares en el 2014. El superávit de la balanza comercial de 1.560 millones de dólares, de comienzos de la década, se transformó en un déficit de 3.038 millones de dólares el año pasado. Cada uno recoge lo que siembra.
En agricultura, de acuerdo con un estudio de Mauricio Torres y Germán Romero sobre la reforma estructural arancelaria, 2010-2011, “a pesar de que este sector es un sector de interés básico para la economía y se busca protegerlo, los resultados hicieron evidente que el 26 por ciento de las ramas asociadas al sector agropecuario fue perjudicado por la política arancelaria». Más claro no canta un gallo.
Es forzoso reconocer que la coyuntura económica actual es compleja, caracterizada por una merma significativa de la actividad económica, ascendente pesimismo empresarial, caída sostenida de los términos de intercambio y creciente déficit de la cuenta corriente, males económicos que se agravarían con una nueva reforma arancelaria.
Nadie en sus cinco sentidos podría negar que actualmente la abrupta reducción de aranceles se traduciría en mayores importaciones; tampoco lograría contradecir sus adversas consecuencias económicas y sociales.
Tras bambalinas se mueven poderosos intereses industriales que abogan por el libre acceso a materias primas agrícolas importadas, vendidas a precios competitivos, ojalá con subsidios foráneos. Este potente estribillo se oye en los corredores del poder de las entidades estatales desde hace varios quinquenios que, en el fondo, no es otra cosa que la carnada de una nueva apertura comercial y la consecuente postración de la producción agropecuaria y el empleo nacionales.
¡La apertura comercial que le hace falta al país es hacia afuera!