En tiempos de pandemia, el papel de las calificadoras de riesgo con presencia nacional debería ajustarse a la nueva normalidad.

En su concepción original, las calificadoras de riesgo miden la calidad crediticia y la capacidad de pago de los emisores de deuda pública y corporativa, así como los riesgos de carácter soberano, económico, político y social de un país en un momento determinado.

Las calificadoras de riesgo también evalúan las perspectivas de la economía, la inflación, la tasa de desempleo, el déficit fiscal y la cuenta corriente.
En la práctica, las calificadoras de riesgo no han estado exentas de fuertes y fundadas críticas.

Durante la crisis de las hipotecas de vivienda de alto riesgo para clientes de baja solvencia económica de septiembre de 2008 (subprime en inglés), las agencias calificadoras se preocuparon más por hacer negocios y generar ingresos que por valorar adecuadamente estos instrumentos financieros, con lo cual contribuyeron a la peor debacle financiera desde la gran depresión de 1929.

Una investigación llevada a cabo por el Senado estadounidense de aquella época concluyó que dos importantes agencias calificadoras de riesgo ayudaron a los bancos a ocultar los riesgos de inversiones, que estos promocionaban como de bajo riesgo poco antes del estallido de la crisis.

En tiempos de pandemia, el papel de las calificadoras de riesgo con presencia nacional debería ajustarse a la nueva normalidad, representada por las disposiciones de contención del covid-19 y de disrupción resultante de las actividades presenciales. 

La perversa combinación de las medidas de aislamiento preventivo, voluntario u obligatorio, cuarentenas estrictas, generales o por localidades, toques de queda nocturnos o de fin de semana, pico y placa, pico y cédula, ley seca y autocuidado se traducen en la peor y la más brusca ruptura económica, laboral y social de todos los tiempos.

Las calificadoras de riesgo deben hacer una pausa en el camino para ajustar su modelo de negocios y entender que el coronavirus exige un estándar global distinto, pero uniforme, para el desarrollo de sus funciones en materia de riesgo crediticio.

Resulta inaceptable que las calificadoras suenen sus alarmas por el hecho de que el Gobierno Nacional se hubiera visto obligado a elevar el endeudamiento al 60 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) para enfrentar la pandemia, y al mismo tiempo, guarden silencio cómplice respecto del Reino Unido, Francia, Estados Unidos, Bélgica, Portugal, Italia, Grecia y Japón, que tienen una deuda sobre el PIB que fluctúa entre el 119 y el 235 por ciento.

Ahora las descalificadoras de riesgo nos presionan y amenazan de forma indebida con la ominosa pérdida del grado de inversión, a menos que el país se embarque en una nueva y azarosa reforma tributaria en medio de la pandemia y la recesión actual.

La secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, sostiene, con razón, que los gobiernos deberían gastar ahora y preocuparse luego por los déficits para evitar “una recesión más prolongada y dolorosa con cicatrices de largo plazo”. Colombia debería hacer lo mismo y dejar la reforma tributaria para el 2022.