Cuando se siente envidia, la pérdida del bien ajeno genera en el alma torticera del envidioso un regocijo particular, un sentimiento perverso.

A finales del siglo VI, el papa, Gregorio Magno, consagró los siete pecados capitales como los conocemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la pereza. En el siglo XIII, santo Tomás de Aquino definió los pecados capitales como un vicio que genera otros vicios, otros pecados.

Y se les denomina capitales por su etimología del latín caput, capitis (cabeza), porque de ellos surgen nuevas actuaciones de carácter aciago. De hecho, en los comienzos del cristianismo, los pecados capitales eran ocho.

La tristeza o la desesperanza era uno de ellos, eliminado por Gregorio Magno y sustituido desde entonces por la envidia.

Los antiguos estoicos definieron la envidia como tristeza injusta por los bienes ajenos. Sentimiento de doble naturaleza mezquina y oscura por la carencia de los bienes anhelados y por el disgusto que genera el hecho que la otra persona disponga de ellos. Como todo vicio que nace, trepa y prolifera sin control, la envidia corroe como un ácido ponzoñoso las entrañas del ser humano que siente envidia.

Ovidio, por su parte, presenta la envidia como una divinidad terrible y venenosa que infecta todo con su aliento, que habita en las oscuridades y no se conduele con nada; solo se alegra del dolor ajeno y se consume con los éxitos de los hombres, y mientras los engulle, se devora así misma.

Aristóteles decía que la envidia puede ser generada por el éxito manifiesto de nuestros semejantes, no por la negación del beneficio propio, sino por su misma existencia.

El filósofo griego cerraba un poco el espacio de interpretación de la envidia y la circunscribía exclusivamente a las cosas que puedan producirle felicidad y plenitud de vida al otro.

La mentalidad hispano-latina es muy dada a sentir envidia, pero calificada. Se siente envidia de la buena, se dice, como para indicar que un vicio, la envidia, puede ser una buena cosa si no desea el mal ajeno. El envidioso yerra el tiro de medio a medio.

Cuando el éxito, la fortuna y los logros profesionales generan envidia, de la buena, señalan los envidiosos, se intenta blanquear un sentimiento mugriento vestido de seda, para que la sociedad y el otro que recibe la saeta envenenada y purulenta, la acepte con deleite, incluso agradecido, como si fuera un cálido elogio, que no es.

Cuando santo Tomás definió la envidia como un vicio capital, fuente de miserias espirituales venideras, lo hizo con el convencimiento que la envidia no puede ser, ni conllevar nada provechoso. Todo lo contrario. En ocasiones, cuando se siente envidia, la pérdida del bien ajeno genera en el alma torticera del envidioso un regocijo particular, un sentimiento perverso de alegría interior, que es, por definición, pérfido.

ANDRÉS ESPINOZA FENWARTH
Miembro del Consejo Directivo del ICP.
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