En los últimos 10 años, la agricultura nacional escasamente generó 16.000 empleos anuales.
De acuerdo con el Dane, la tasa de desempleo nacional de enero pasado fue 13 por ciento, la más elevada desde el 2011 cuando ascendió a 13,6 por ciento.
El acentuado deterioro del mercado laboral es especialmente agudo en el sector agrícola, considerado el segundo empleador del país después del comercio y la reparación de vehículos, con una participación del 16 por ciento de la población ocupada nacional.
En efecto, en enero de 2020, el empleo rural se redujo de 3’483.000 a 3’231.000, correspondiente a una pérdida de 252 mil plazas de trabajo en el campo colombiano.
Los datos anuales tampoco son halagüeños. El empleo rural se redujo de 3’248.000 en el 2018 a 3’047.000 en el 2019 (-6,2 por ciento), cifras que evidencian la destrucción de 201.000 puestos laborales de hombres y mujeres económicamente activos a nivel rural el año pasado.
En los últimos 10 años, la agricultura nacional escasamente generó 16.000 empleos anuales, comportamiento que confirma la existencia de problemas estructurales de amplio espectro. De hecho, el país solo aprovecha 7,1 millones de hectáreas, es decir, el 19 por ciento de las 40 millones de hectáreas que conforman nuestro potencial rural.
En otras palabras, Colombia desperdicia el 81 por ciento de su capacidad productiva rural, lo cual explica el preocupante aumento de las importaciones de alimentos de 2.386 millones de dólares en el 2006 a 7.284 millones de dólares en el 2019, equivalentes a un abultado crecimiento del 205 por ciento en este periodo. En volumen, las importaciones se duplicaron en estos 15 años al treparse de 7,6 millones de toneladas a 14,3 millones de toneladas.
Del análisis de la problemática del campo colombiano, sobresale por su impacto la cuestión política, asunto que contribuye a explicar el marasmo rural, que es imprescindible corregir para fomentar el campo. Desde la creación del Ministerio de Agricultura en 1914, han pasado más de un centenar de ministros por este despacho –un promedio aproximado de un ministro al año–, lo cual revela la ausencia de continuidad en la gestión rural.
A lo anterior se suman los cambios de administración en los cuales se profundiza la discontinuidad de la política agrícola.
En Colombia, en lugar de construir sobre lo construido en el campo –como ocurre en Estados Unidos desde 1933 y en Europa desde 1964– a menudo se destruye lo conseguido.
De tiempo atrás, los gobiernos se abstienen de otorgarle la importancia estratégica, económica y social que tiene la agricultura en los planes cuatrienales de desarrollo, a pesar de que la Constitución Nacional dispone en su Artículo 65, que “se otorgará prioridad al desarrollo integral de las actividades agrícolas, pecuarias, pesqueras, forestales y agroindustriales”.
Cabe agregar la perturbadora politización de la cartera agrícola, suculento botín presupuestal y burocrático de 15 entidades adscritas y vinculadas, que francamente contravienen los preceptos de la Constitución Política y no impulsan acertadamente el campo colombiano.
Andrés Espinosa Fenwarth
Miembro del Consejo Directivo del ICP.
andresespinosa@inver10.co