Según el secretario de Estado, Rex Ti- llerson, nuestro país es ‘uno de los más importantes aliados y socios comerciales’.
Durante los últimos 30 años, el Estado colombiano ha desplegado esfuerzos notables para desnarcotizar los provechosos lazos de amistad, comercio e inversión con Estados Unidos.
Legos y profanos reconocen que el gobierno del presidente Virgilio Barco sustentó, exitosamente, su tesis de corresponsabilidad en la lucha contra las drogas ilícitas, sobre la base de que la demanda –o sea el consumo– era tan importante como la oferta –es decir– la producción y el tráfico de narcóticos, razón por la cual era necesario que ambas autoridades trabajaran mancomunadamente en busca de su interdicción y erradicación. Este cambio de enfoque revolucionó la guerra contra las drogas ilícitas, precisamente en el momento en que los carteles colombianos dominaban la cadena de distribución en EE. UU., desde la producción de pasta de coca hasta el tráfico y la distribución doméstica de cocaína.
Los ingentes sacrificios nacionales se vieron finalmente recompensados. A nivel económico y comercial, el presidente George Bush promovió en 1991, con el patrocinio bipartidista del Congreso y una vigencia de 10 años, la Ley de Preferencias Arancelarias Andinas (Atpa).
En diciembre del 2001, durante la presidencia de Andrés Pastrana, el gobierno inició una campaña que ambicionaba prorrogar y ampliar esta legislación por parte del Congreso estadounidense, que, a la postre, se tradujo en la Ley de Preferencias Arancelarias Andinas y de Erradicación de Drogas (Atpdea), que otorgaba tratamiento de libre arancel para 6.300 productos de exportación. Las preferencias comerciales se consolidaron posteriormente al amparo de la negociación del TLC con EE. UU., concluida durante la presidencia de Álvaro Uribe, acuerdo internacional que fue puesto en vigencia por el jefe de Estado, Juan Manuel Santos, el 15 de mayo del 2012.
En el terreno político, el presidente Pastrana y el entonces mandatario norteamericano Bill Clinton, lograron la aprobación en el Congreso, en junio del 2000, del Plan Colombia, diseñado para contrarrestar a la guerrilla, combatir las drogas ilícitas y aclimatar la paz en Colombia, con lo cual nos convertimos en el mayor receptor de ayuda norteamericana del hemisferio.
Con la llegada del presidente Donald Trump a la Casa Blanca, la relación con Colombia podría estar, otra vez, centrada en el narcotráfico. Según el secretario de Estado, Rex Tillerson, nuestro país es “uno de los más importantes aliados y socios comerciales”. Sin embargo, se percibe una legítima preocupación por el hecho que, conforme a la DEA, la cocaína procedente de Colombia nuevamente controla el mercado de EE. UU.
La respuesta del gobierno procura ser contundente, habida cuenta de que proyecta incrementar –sin aspersión aérea– el área de erradicación forzada y sustitución voluntaria de hoja de coca, de 17.593 hectáreas ejecutada en el 2016 a 100.000 hectáreas en el 2017, equivalente al 50 por ciento de la superficie cultivada actual. Con sobradas razones, el secretario Tillerson –y la nación entera– esperan que el Estado colombiano cumpla “su compromiso de controlar la producción y el tráfico de drogas”.