Después de la independencia de nuestras repúblicas entre 1810 y 1821, la Real Academia vendría a convertirse en una faena común de Hispanoamérica, en un crisol de cultura y de letras, que hace parte del acervo tradicional, del saber.
Han pasado más de trescientos años desde que el humanista español, Antonio de Nebrija, le solicitara al Rey Felipe V en 1714 el patronazgo regio a favor de la Academia de la Lengua. Desde entonces, se conoce como la Real Academia de la Lengua Española, esencia misma de la literatura, la cultura y la ciencia peninsular. A finales del siglo XIX, la Real Academia adquiere una dimensión panhispánica, que se convierte en su principal identidad y en el mayor defensor de la pureza y la actualización sistemática del idioma, acorde con los tiempos que vivimos. En efecto, después de la independencia de nuestras repúblicas entre 1810 y 1821, la Real Academia vendría a convertirse en una faena común de Hispanoamérica, en un crisol de cultura y de letras, que hace parte del acervo tradicional, del saber, del conocimiento de más de quinientos millones de hispanoparlanes.
José María versara, escritor, historiador, político y filólogo colombiano, promovió en 1870 y consiguió en su primer viaje a España la creación de las Academias de la Lengua correspondientes en cada una de las naciones de Hispanoamérica.
Vergara fundó en 1871 en Colombia, con un grupo de lingüistas y escritores de prestigio, entre ellos, Rufino José Cuervo, padre de la filología hispanoamericana, y Miguel Antonio Caro, periodista, escritor, filólogo y político colombiano, la primera de las 23 Academias de la Lengua Española de Latinoamérica.
Entre las mayores curiosidades de nuestro idioma común, se encuentra el trazo distintivo y único del español de la letra ñ, denominada virgulilla. Sus orígenes se remontan a la Edad Media cuando los monjes que se dedicaban a copiar manuscritos antes de la invención de la imprenta usaban abreviaciones para ahorrar tiempo y pergaminos para representar el sonido nasal de la ñ como nn, que luego evolucionaría a la letra ñ como la conocemos actualmente.
Alfonso X el Sabio la mencionó por primera vez en el siglo XIII. Antonio de Nebrija la incorporó oficialmente en el primer diccionario de la Real Academia Española de 1780, cuya influencia y vigencia comprende también el habla castellana.