Lo poco que se sabe de la reforma fiscal desconoce las recomendaciones de los expertos, quienes califican el régimen tributario de disfuncional.

El ministro de finanzas de Luis XIV, Jean-Baptiste Colbert, entendía que “el arte de los impuestos consistía en desplumar al ganso para obtener la mayor cantidad de plumas con la menor cantidad de graznidos”.

Desde entonces, los ministros de finanzas siguen a pie juntillas esta máxima de hacienda pública, fundamentada, además, en otro principio fraguado por colonos estadounidenses en 1750, conforme al cual no puede haber impuestos sin representación.

El graznido –o rechazo– de la clase política y empresarial a la propuesta de reforma tributaria de la presente administración no tiene antecedentes. Las razones que explican este fenómeno sociopolítico son de forma y de fondo. 

En cuanto a lo primero, es preciso referirse a la oportunidad. En agosto del año pasado, el presidente Iván Duque manifestó que una reforma tributaria durante la pandemia sería un suicidio. 

Tenía razón. Adelantar una reforma tributaria en medio de la tercera ola del Covid-19 se convertiría en un suicidio político, o en un ‘despropósito’ nacional, como afirmó recientemente Germán Vargas Lleras en su columna dominical de El Tiempo. 

Resulta tan equivocado y suicida, que el ministro de Hacienda se postuló con suficiente antelación a la presidencia de la CAF para capotear el tsunami que generaría su iniciativa. Nadie entiende la premura para salir del cargo en medio de una crisis fiscal, cuyos recursos de caja, según el ministro Carrasquilla, “alcanzan para unas 6 o 7 semanas”.

Ahora bien, en asuntos de fondo de derecho político, los gobiernos piensan con ansiedad que todo lo pueden hacer por sí solos. Sin embargo, la Constitución y las leyes establecen prioridades como el bien común, esencia misma de la democracia representativa.

En materia impositiva existen limitaciones evidentes por su ataque directo a los derechos de propiedad, que pueden ser conculcados cuando son de naturaleza expropiatoria. Este es el caso de las utilidades empresariales en Colombia, sujetas a una cascada nacional y municipal de impuestos confiscatorios, que por definición, inhiben la inversión productiva, y por tanto, no resisten más gravámenes. 

Pese a ello, flota en el ambiente la tercera ponencia de reforma fiscal del presente cuatrienio, que pretende confiscar, gradual pero inexorablemente, el patrimonio de los empresarios que pagan impuestos, generan empleo y promueven bienestar social.

Las pocas líneas que se conocen de la reforma impositiva desconocen las principales recomendaciones de la comisión de expertos, que califica el régimen tributario colombiano como “disfuncional”. 

Legos y profanos reconocen la importancia de una reforma fiscal estructural de ingresos y gastos tributarios. La propuesta en salmuera pretende resolver un problema coyuntural de caja generado por el aumento del gasto social para aliviar la pandemia, en lugar de simplificar el régimen tributario, bajar las tarifas, ampliar la base impositiva y fortalecer la Dian para caerle a los evasores.