La Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés) se instituyó en Washington a finales 1970 para consolidar las actividades federales de investigación, monitoreo, definición y cumplimiento de normas de protección de la salud y el medioambiente. Por su trayectoria, objetividad y fundamento científico, la EPA es considerada un referente internacional de primer nivel en los asuntos de su competencia, incluidos la revisión periódica y posterior registro de herbicidas como el glifosato.
A finales de abril de 2019, la EPA determinó que “el glifosato no era cancerígeno para los humanos”, decisión basada en una evaluación científica independiente de salud e impacto ambiental de todas sus formulaciones y medios de utilización pública y privada. A diferencia de la cuestionable apreciación realizada por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (Iarc, por sus siglas en inglés), que en el 2015 consideró que “el glifosato era probablemente era cancerígeno”, la EPA no identificó riesgo alguno para los humanos en su completa evaluación de riesgo de exposición al glifosato. Este peritaje, por cierto, robusto y transparente, le permitió a la EPA revertir con fundamento técnico las endebles conclusiones de la Iarc, que tanto daño le han hecho al país al amparar los cultivos ilícitos. Perjuicio generado, especialmente, por las equivocadas disposiciones de la anterior administración y la subsecuente prohibición de la Corte Constitucional despachada a las volandas contra la aspersión aérea de campos de coca con glifosato.
La EPA completó un nuevo análisis del uso del glifosato en la agricultura de Estados Unidos entre el 2012 y el 2016. Según este examen, el glifosato fue utilizado como un versátil herbicida de amplio espectro en un área de 115 millones de hectáreas –equivalente a la superficie de Colombia– en siembras de soya, maíz amarillo, algodón, árboles frutales y nueces. A ello se suma la extensa aplicación del glifosato como herbicida matamalezas en zonas de conservación ambiental, jardines residenciales, áreas acuáticas, industriales, bosques y vías de acceso de trenes y vehículos, todo lo cual corrobora sus amplias funciones e innegables beneficios.
No obstante, la EPA identificó riesgos potenciales en plantas terrestres y acuáticas por la deriva en la aplicación del glifosato, para lo cual propuso medidas especiales de manejo que permitan preservar la plena utilización de este herbicida en la lucha contra las malezas invasivas. Así, pues, la EPA propuso actualizar las etiquetas de los fabricantes de glifosato para que incluyan parámetros máximos de aplicación, advertencias para uso acuático, clarificaciones para la rotación de cultivos y un marco de referencia para su comercialización. La EPA otorgó un plazo de 60 días para consultas y comentarios con el propósito de recoger elementos de juicio adicionales antes de proferir su decisión final.
El alto gobierno, el tribunal constitucional y el Congreso Nacional deberían analizar esta providencia de la EPA para permitir, con los ajustes propuestos, la aspersión área de cultivos de coca con glifosato.
La Corte Constitucional convocó en 2019 a una audiencia pública para hacerle seguimiento a la Sentencia 236 de 2017, que tácitamente prohibió la aspersión aérea de cultivos ilícitos con glifosato. Los ejes temáticos agendados son los presuntos riesgos del uso de este plaguicida en la salud de las personas, su eventual afectación ambiental, el impacto de la suspensión de fumigación, su vínculo con el aumento de los cultivos ilícitos, los avances y dificultades en la implementación de los planes de sustitución y el cumplimiento de las obligaciones estatales.
Para poner este asunto en perspectiva, es necesario tener en cuenta que, desde su introducción en 1974, el glifosato es el herbicida más usado y eficaz del planeta para el control de un amplio conjunto de malezas en sembradíos agrícolas, parques, jardines, bordes de caminos, vías férreas y zonas industriales. En Colombia, el glifosato y su plan de manejo ambiental eran, además, parte integral del Programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos desde 1994 hasta la torpe interrupción adoptada por el Consejo Nacional de Estupefacientes, inicialmente en la frontera con Ecuador y Venezuela en el 2011, y luego en todo el territorio nacional a partir del 2015. Dos años después, la Corte Constitucional impuso condiciones imposibles de cumplir, que se tradujeron en su forzosa y errada proscripción.
La opinión pública debe saber que las evaluaciones de seguridad del glifosato abarcan 40 años, que la Corte ha soslayado sistemáticamente. Valoración que exige una experticia técnica y científica que no tienen los jueces constitucionales. Más de 800 estudios toxicológicos elaborados por los institutos nacionales de salud y las autoridades regulatorias de Australia, Brasil, Canadá, Corea del Sur, EE.UU., Europa, Japón y Nueva Zelandia concluyeron que el glifosato es seguro para los humanos, la vida silvestre y el medioambiente.
El Consejo de Estado, al revocar una suspensión de fumigación aérea contra los cultivos ilícitos en el marco de una Acción Popular de 2004, presagió acertadamente que esta podría “llevar al debilitamiento del Estado al tiempo que se fortalecerían los distintos grupos que se financian con el producto del tráfico de drogas, que es, sin duda alguna, flagelo para la sociedad colombiana y para toda la humanidad”.
Preocupa que el Tribunal Constitucional no hubiera convocado a los mandatarios de Norte de Santander, Cauca y Putumayo, las zonas de mayor crecimiento de las plantaciones cocaleras del país. Inquieta, asimismo, el potencial conflicto de interés que podría tener uno de los invitados internacionales y la consecuente falta de balance del constitucionalismo dialógico de la Corte por la sesgada escogencia de supuestos expertos contra el glifosato.
La sentencia T-236 de 2017 de la Corte Constitucional estableció las “características mínimas” que el Consejo Nacional de Estupefacientes debe tener en cuenta para reanudar la aspersión aérea, suspendida por presión de las Farc por las Resoluciones 006 de 2015 del mencionado Consejo y No. 1214 de 2015 de la Agencia Nacional de Licencias Ambientales, ANLA.
En desarrollo de esta disposición constitucional, la Policía Nacional le solicitó a la ANLA, en diciembre de 2019, la modificación del Plan de Manejo Ambiental que permita reactivar la aspersión aérea en las zonas de la geografía nacional con alto grado de afectación cocalera en las cuales se dificulte la ejecución de otros programas de erradicación. Para ello, la Fuerza Pública tuvo en cuenta la evaluación de los posibles impactos geográficos, ambientales y socioeconómicos, cimentados en estrictos criterios de focalización, priorización, densidad poblacional, presencia de comunidades, seguimiento exhaustivo y coordinación con los otros programas que se ejecutan en la erradicación de cultivos ilícitos en el país.
El área de influencia del esquema de aspersión con glifosato –herbicida de amplio espectro, bajo costo y eficacia comprobada como matamalezas en la agricultura comercial en 170 países desde hace 45 años, Colombia incluida– comprende las zonas afectadas por los cultivos ilícitos del alcaloide con presencia de organizaciones terroristas, carteles mexicanos y narcotraficantes en grandes extensiones y elevada densidad en los departamentos de Antioquia, Bolívar, Caquetá, Cauca, Choco, Córdoba, Guaviare, Meta, Nariño, Norte de Santander, Santander, Putumayo, Valle del Cauca y Vichada.
La aspersión aérea excluye los parques naturales nacionales y regionales, así como los territorios de comunidades étnicas, los predios fronterizos con Ecuador y Venezuela y los lotes de personas naturales que hubieren suscrito y cumplan los compromisos previstos en el programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos.
Para aumentar la capacidad de erradicación manual de 260 hectáreas/día a la aspersión aérea de 400-600 hectáreas/día, se redujo la mezcla del herbicida, aumentó la parte de agua y especificó el uso de coadyuvantes para lograr mayor impacto en la aspersión y menor repercusión ambiental, sin deriva aérea.
La aplicación controlada de glifosato se fundamenta en el uso de inteligencia artificial satelital de última generación, georreferenciada y de enorme precisión –hasta 40 centímetros– en aviones y helicópteros militares.
El Gobierno hace bien en volver a la aspersión aérea de cultivos ilícitos con glifosato en defensa de la seguridad nacional –por cierto, al amparo de la salvaguarda existente en el acuerdo de paz– antes de que el país se convierta en un verdadero narco Estado, como pretenden sus detractores.
La Corte Constitucional luce apática frente al aumento desaforado de los cultivos de coca en el país. El alto tribunal se ha mostrado indiferente respecto de la ampliación del área sembrada de coca de 48.000 hectáreas en el 2013 a 209.000 hectáreas en el 2017. Al juez constitucional parece no importarle el incremento de producción de cocaína pura de origen colombiano de 290 toneladas a 921 toneladas en este periodo. La Corte olvida que dicho avance evidencia una conexión de causalidad directa entre el fortalecimiento de la presencia en Colombia de los carteles mexicanos, el terrorismo guerrillero y las bandas criminales dedicadas al narcotráfico y el consecuente ascenso de la violencia y la inseguridad en las zonas de influencia cocalera.
Para la Corte, resulta irrelevante que su erradicación sea un compromiso internacional incorporado en el ordenamiento jurídico colombiano con rango de ley, de acuerdo con el artículo 14 de la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes. A la Corte parece no afectarle que su disminución sea una prioridad para la política del Gobierno Nacional, denominada ‘Ruta Futuro’, que incluye todos los eslabones de la cadena del narcotráfico y articula las instituciones del Estado involucradas en la lucha contra las drogas ilícitas.
La realidad es que la Corte no tuvo en cuenta más de 800 estudios científicos diferentes, que el unísono, concluyeron que el glifosato no causa cáncer, incluidos aquellos publicados por la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria, la Agencia Regulatoria para Manejo de Plagas de Canadá, la Administración Coreana de Desarrollo Rural, la Autoridad Australiana de Medicamentos de Uso Veterinario y Plaguicidas, la Agencia de Protección Ambiental de Nueva Zelandia y la Comisión Japonesa de Inocuidad Alimentaria.
La Corte desestimó con versada ligereza jurídica la investigación de Daniel Rico, Orlando Scoppetta, Juan Pablo Alzate y Alejandra González Ferro, titulado Verdades científicas sobre glifosato y salud pública, de la Fundación Ideas para la Paz de 2016, mediante el cual los autores revisaron 1.483 estudios sobre los riesgos del glifosato para la salud y concluyeron que “no hay evidencia de que este producto sea un factor de riesgo para la salud humana, siempre que se use dentro de las condiciones de precaución propias de un producto tóxico”.
La verdad es que a la Corte Constitucional se le fueron las luces al ‘ordenarle’ al Consejo Nacional de Estupefacientes suspender la aspersión aérea con glifosato, componente central del programa de erradicación de cultivos ilícitos, y peor aún, al imponerle condiciones para su reanudación, que el tiempo ha demostrado son imposibles de cumplir.
Por interés nacional, el Alto Tribunal debería revisar, con juicio y ponderación, la evidencia científica mencionada -que de forma consistente reitera que el glifosato no representa un riesgo carcinogénico para los humanos- y modular su Sentencia T-236/17 que condena al país a convivir con el narcotráfico.
El enfoque de intervención territorial de la Ruta Futuro, que define los pilares de la política contra las drogas ilícitas de la administración del presidente Iván Duque, frenó en seco el crecimiento exponencial de los cultivos de coca engendrado por el Acuerdo de Paz y propició, por primera vez en esta década, el descenso de las siembras de este alcaloide en Colombia.
Así lo confirma la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito en su Informe de Monitoreo de Cultivos Ilícitos 2019, el cual certifica la reducción de 9 por ciento de los cultivos de coca de 169.000 hectáreas en 2018 a 154.000 hectáreas en 2019.
Estos resultados son la consecuencia directa de la combinación de la interdicción e incautación de 433 toneladas de cocaína, destrucción de 5.461 laboratorios y erradicación manual de 100 mil hectáreas de cultivos de hoja de coca el año pasado.
A pesar de la reducción de las siembras de coca evidenciada desde agosto de 2018, hay más coca que a comienzos de la presente década, el punto más bajo en los anales de los cultivos ilícitos del país, habida cuenta de que la producción de cocaína subió de 1.120 toneladas en 2018 a 1.137 toneladas en 2019.
Los datos más recientes confirman que las regiones del Pacífico y el Catatumbo aportan las dos terceras partes de la producción cocalera colombiana, equivalente al doble de lo producido en Bolivia.
Las razones que explican este fenómeno de más coca con menos área tienen que ver con el aumento de la productividad de los cultivos cocaleros.
De acuerdo con las Naciones Unidas, el rendimiento de la hoja fresca de coca pasó de 4,7 toneladas por hectárea al año en 2014 a 5,8 toneladas en 2019, correspondiente a un crecimiento de 23 por ciento en el periodo.
Los dos factores que explican el aumento de la productividad cocalera en el país son la presencia de lotes cada vez más estables y productivos amparados por la suspensión de la aspersión aérea con glifosato ordenada erróneamente por el Consejo Nacional de Estupefacientes en mayo de 2015. El otro ingrediente que determina este comportamiento perverso de la productividad es el mejoramiento agronómico de los cultivos cocaleros implementado por los carteles mexicanos, mediante la siembra de nuevas variedades mucho más resistentes al clima y las plagas, fertilización, control de malezas y reubicación en sectores estratégicos para facilitar el ingreso de los insumos químicos y el transporte de cocaína.
Las Naciones Unidas estiman que el valor de la producción potencial de cocaína exportada asciende a 16,5 billones de pesos anuales, equivalentes al 28 por ciento del PIB agrícola de Colombia. De esta cuantía, el 68 por ciento, es decir, 11 billones de pesos, se queda en la molienda entre las zonas nacionales de producción cocalera y los puertos de salida del territorio nacional. De esta manera, el cultivo y el procesamiento de la coca continúan siendo una poderosa amenaza para la seguridad nacional de Colombia.
La presencia de los carteles mexicanos es la principal amenaza a la seguridad nacional de Colombia. La Policía informa que los carteles de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación y Los Zetas operan en los departamentos de Antioquia, Chocó, Córdoba, Valle del Cauca, Cauca, Nariño, Arauca, Putumayo, Norte de Santander, Meta y Guaviare.
Según el Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos, el cartel de Sinaloa -el más antiguo de México- es considerado como la trasnacional del narcotráfico más poderosa del hemisferio occidental.
El cartel de Jalisco Nueva Generación surgió de un enfrentamiento con el cartel de Sinaloa en el 2010; actualmente disputa la supremacía regional del narcotráfico. Los Zetas, inicialmente conformado por miembros de las fuerzas especiales de élite del ejército mexicano, que luego desertaron hacia el cartel del Golfo, se convirtieron en asesinos a sueldo. Su mayor activo no es el negocio de las drogas, sino la violencia, el secuestro y el tráfico de armas.
La revista mexicana Proceso sostiene que los carteles de ese país acaparan 100.000 hectáreas de cultivos de coca en Colombia, es decir, la mitad del área nacional sembrada, mediante radios de seguridad subcontratados con bandas criminales y la retaguardia -o disidencia- de las Farc.
Los carteles mexicanos aprovecharon el proceso de negociación de paz del anterior Gobierno para restructurar el negocio del narcotráfico, tomar el control de la producción de coca, eliminar los intermediarios, supervisar la calidad y la cantidad de cocaína y aumentar sus ganancias en la fase de distribución, que dominan desde la desaparición de los carteles de Medellín y Cali a comienzos de los años noventa. Su principal interés es tener presencia física en Colombia para garantizar el abastecimiento de cocaína y mejorar la productividad de cultivos y laboratorios, amparados por la suspensión de la aspersión aérea de cultivos ilícitos y el abandono de bombardeos y acciones militares contra las Farc durante la negociación del acuerdo final.
Según un informe militar citado por la revista Proceso, “los carteles mexicanos, con su inmenso poder económico, compraron bandas criminales y grupos residuales de las Farc para controlar la producción de coca. Ya dominaban la distribución y hoy están cerca de controlar la producción. Para esto necesitan control territorial y lo están adquiriendo muy rápidamente a través de organizaciones colombianas que trabajan para ellos”.
En opinión de la Fundación Paz y Reconciliación, los carteles mexicanos empiezan a influenciar, con dinero e intimidación, algunas campañas electorales en los comicios locales y regionales que se celebrarán en Colombia el 27 de octubre. Su objetivo es consolidar el dominio geográfico de las zonas cocaleras del país e integrar la cadena de las drogas ilícitas desde la producción de coca, el manejo de precursores químicos hasta la distribución de cocaína en el mercado estadounidense. Las Fuerzas Militares y de Policía deberían estar en acuartelamiento de primer grado para combatir esta amenaza a la seguridad nacional.
El magistral discurso del presidente Iván Duque Márquez pronunciado durante la instalación de las sesiones ordinarias del Congreso de la República de 2019 contiene un balance mesurado y objetivo de su primer año de Gobierno. Se requieren varias cuartillas para justipreciar sus palabras, que aún resuenan en el templo de la democracia colombiana.
Centraremos estas líneas en un asunto de interés nacional, las drogas malditas, de cuya favorable resolución depende el futuro de nuestra nación. El presidente Duque recordó su compromiso de “ser más efectivos en la erradicación de los cultivos ilícitos, porque recibimos más de 200 mil hectáreas.
En 2019, gracias al esfuerzo de muchas personas, hemos logrado, por primera vez en 7 años, que el área de cultivos ilícitos no siga creciendo, paramos su crecimiento exponencial y, además, en lo que va corrido del Gobierno, entre erradicación y sustitución, hemos eliminado 80 mil hectáreas, que le permiten al país soñar con que es posible derrotar, estratégica y contundentemente, al narcotráfico”.
El presidente Duque tiene razón cuando afirma que ¡a más coca, menos paz! Los negociadores de la anterior administración le apostaron a la paz a cualquier precio, y al hacerlo, le vendieron el alma a los cocaleros.
El Ejecutivo acata con respeto, agradece la reciente decisión de la Corte Constitucional que flexibiliza los requisitos establecidos en la Sentencia T-236 de 2017 para la aspersión de los cultivos ilícitos y anuncia que cumplirá las exigencias ambientales y sociales necesarias para su eficaz utilización en la lucha contra el narcotráfico.
En honor a la verdad, el alto Tribunal se equivocó en materia grave al demandar condiciones imposibles de cumplir incluidas en la mencionada Sentencia de 2017; pétreas exigencias que impedían revertir la errada suspensión de la aspersión aérea de cultivos ilícitos ordenada por el anterior jefe de Estado y acogida a pie juntillas por el Consejo Nacional de Estupefacientes, en mayo de 2015, con el voto negativo y solitario del entonces procurador general.
La providencia de la Corte Constitucional contenida en el Auto 387 de 2019 elimina la obligatoriedad de demostrar la ausencia total de riesgo y daño a la salud y el medio ambiente en la aspersión aérea de cultivos ilícitos de la Sentencia de 2017.
El alto Tribunal le devolvió al Consejo Nacional de Estupefacientes la facultad de reanudar la aspersión área de cultivos ilícitos como parte integral de la solución al problema de las drogas ilícitas, mediante la minimización de sus riesgos -a la salud y el medio ambiente- y la ponderación de la evidencia científica que la soporte. Con ello, se aviva la luz de la esperanza para enfrentar, con determinación republicana, el narcotráfico.
En la antigüedad, Confucio proclamaba que el hombre que ha cometido un error y no lo corrige comete un error mayor. En eso están los ponentes del proyecto de Ley No 120 de 2020 de la Comisión Quinta Permanente del Senado, quienes pretenden prohibir el uso del glifosato en la implementación de la Política Nacional de Drogas de Colombia.
No solo se equivocan al rendir un informe con ponencia positiva para un primer debate de este esperpento jurídico, sino que se mantienen firmes en su empeño de romperle el espinazo a la estrategia nacional e internacional contra el narcotráfico, que incluye la aspersión aérea con glifosato de los cultivos ilícitos.
Los ponentes se arropan en el derecho a la vida, la salud y el medio ambiente de todos los habitantes del territorio nacional frente a los supuestos riesgos que representa el glifosato. Sin embargo, el articulado va en contravía del Plan Nacional de Desarrollo 2018- 2022, que vale decir, es Ley de la República, y en particular, arruina la política integral de lucha contra las drogas ilícitas del actual Gobierno al impedir la reactivación del programa de aspersión aérea con glifosato. El proyecto no tiene en cuenta la modificación del Plan de Manejo Ambiental presentado recientemente por la Policía Nacional, que permite retomar de forma controlada y segura la aspersión aérea en las zonas de la geografía colombiana con alto grado de afectación cocalera y barreras a la ejecución de otros programas de erradicación.
Los ponentes tampoco analizan ni mencionan las bondades del uso del glifosato como herbicida de amplio espectro, sólido perfil de seguridad, eficacia comprobada y bajo costo en la lucha contras las malezas indeseables en un medio tropical como el nuestro. El Congreso de la República debe saber que el glifosato es un producto fundamental para el desarrollo sostenible de la agricultura en Colombia.
Resulta soberanamente contradictorio que el glifosato sea bueno para controlar las malezas en la agricultura comercial y no lo sea para lidiar con las malas hierbas y las siembras de coca de la economía ilícita que socavan la seguridad nacional. La exposición de motivos del proyecto de ley contra el glifosato guarda silencio cómplice sobre las devastadoras consecuencias de los cultivos ilícitos y el narcotráfico en materia de violencia ciudadana y degradación ambiental en las zonas de producción de sembradíos ilegales.
Para los ponentes, lo único importante es prohibir el glifosato en la guerra contra el narcotráfico, independiente de sus fatales consecuencias. El proyecto de ley contra el glifosato deja inerme a la Fuerza Pública que combate con heroísmo los cultivos ilícitos en el país, cuyos integrantes son convertidos en carne de cañón por el inclemente accionar de las minas antipersonas y el hostigamiento de los narcotraficantes. Los ponentes del proyecto de ley contra el glifosato deben entender que no existe un error que se pueda justificar después, salvo el oportuno hundimiento de esta errada iniciativa parlamentaria.